Ciencia y ReligiónLas voces de los científicos

La Ciencia y el Creador
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Tomado de: http://www.forumlibertas.com

En noviembre de 1793, durante el Régimen del Terror, la Comuna de París clausuró todas las iglesias de París y convirtió a Notre Dame (la Catedral de esa ciudad) en un templo de la diosa Razón. Se pretendió entonces que la razón humana ocupara el lugar de Dios.

A mi juicio es esa soberbia del racionalismo ilustrado -y no una sana concepción de la autonomía de la ciencia- lo que se trasluce en el famoso diálogo entre el gran matemático y físico Pierre Simon Laplace y el Emperador Napoleón Bonaparte. En la presentación del Tratado de Mecánica Celeste de Laplace, Napoleón le comentó: “Habéis escrito un libro sobre el sistema del universo, sin haber mencionado ni una sola vez a su Creador”. A lo que el autor contestó: “No he necesitado esa hipótesis, Siré”.

 




El siglo XIX fue difícil para los cristianos desde el punto de vista intelectual. A lo largo de ese siglo se produjo un auge cada vez mayor de las corrientes de pensamiento naturalistas, materialistas y mecanicistas y se difundió la idea de que la fe cristiana era intrínsecamente incompatible con la razón y, por ende, estaba destinada a sucumbir ante el progreso inexorable de la ciencia. Recuérdese por ejemplo el positivismo de Compte y su “ley de los tres estados”.

Los partidarios del mecanicismo pensaban que (en teoría), si se pudiera conocer exactamente la posición y la velocidad de todas las partículas del universo en un instante dado, se podría, aplicando las leyes de la mecánica de Newton, determinar el comportamiento futuro de todas las partículas y, así, del universo mismo. Aunque la inimaginablemente enorme dimensión del sistema de ecuaciones diferenciales resultante haría imposible en la práctica el cálculo de la solución, los mecanicistas concluían que el futuro del universo estaba completamente determinado por su presente, como éste, a su vez, estaba determinado por su pasado. En esta visión mecanicista, Dios desaparece o, a lo sumo, se reduce a establecer las condiciones iniciales del universo y sus leyes naturales, a partir de lo cual el universo subsiste y se mueve por sí mismo, sin dejar ningún espacio al libre albedrío, ni divino ni humano.

Sin embargo, a comienzos del siglo XX, de un modo casi totalmente inesperado, el edificio conceptual del ateísmo cientificista comenzó a desmoronarse. En 1900 Max Planck dio inicio a la física cuántica, al proponer que la energía se presenta en pequeñas unidades discretas, denominadas “cuantos”. Durante las tres primeras décadas del siglo XX, gracias a los aportes de Einstein, Bohr, de Broglie, Pauli, Schrödinger y otros, la física cuántica hizo grandes progresos. En este contexto, en 1927 Werner Heisenberg enunció el “principio de incertidumbre”, según el cual no se puede determinar, en forma simultánea y precisa, la posición y la velocidad de una partícula dada. Cuanto más se conoce su posición, menos se conoce su velocidad, y recíprocamente. Así se desvaneció una parte sustancial del sueño del mecanicismo. No nos es dado conocer exactamente las condiciones iniciales ni siquiera de una sola partícula, mucho menos de todas las partículas existentes. No obstante, desde una perspectiva realista, opino que no es correcto, como se hace a menudo, interpretar el principio de incertidumbre (gnoseológica) como un principio de indeterminación ontológica, como si la indeterminación no se refiriera a las mediciones, sino a las partículas en sí mismas, de modo que éstas no estarían realmente en lugares determinados ni estarían determinadas a moverse de cierta manera por las leyes naturales, conocidas o no.

En paralelo con la revolución científica provocada por la física cuántica, se produjo otra conmoción debido a la teoría de la relatividad, formulada por Albert Einstein entre 1905 y 1916 y comprobada experimentalmente poco después. Sin embargo, Einstein agregó en una de sus ecuaciones una constante de integración llamada “constante cosmológica”, con la única finalidad de hacer que su teoría fuera compatible con un universo estático. Posteriormente Einstein declaró que la constante cosmológica había sido el peor error de su carrera científica. Lo dijo porque poco después se realizó un descubrimiento asombroso: contrariamente a lo que siempre se había creído, el universo no es un sistema estático, sino que está en expansión. Todavía en 1920 grandes astrónomos pensaban que la Vía Láctea era la única galaxia del universo. Sin embargo, en 1929, a partir del corrimiento hacia el rojo de la luz de las nebulosas espirales (descubierto poco antes) y de sus propias observaciones astronómicas, Edwin Hubble demostró que esas nebulosas eran otras galaxias, que la Vía Láctea es sólo una de los millones de galaxias existentes y que la gran mayoría de las galaxias se están alejando de la nuestra y entre sí, debido a la expansión del universo. Poco antes Friedmann y Lemaître habían demostrado que dicha expansión era compatible con la teoría de la relatividad.

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El mismo Georges Lemaître, astrofísico belga y sacerdote católico, propuso en 1931 que el universo se originó en la explosión de un «átomo primigenio» o «huevo cósmico», en lo que hoy es conocido como Big Bang o Gran Explosión. Lemaître estimó que el universo tiene una edad comprendida entre diez y veinte mil millones de años, lo cual se corresponde con las estimaciones actuales. La teoría del Big Bang goza de tres comprobaciones empíricas independientes: el ya citado “corrimiento hacia el rojo”, la radiación cósmica de fondo del universo (descubierta por casualidad en 1964) y la existencia de elementos muy livianos, como el helio, que no podrían haber sido sintetizados en el interior de las estrellas. Todo esto hace del Big Bang una teoría cosmológica muy sólida, que hoy es aceptada por casi todos los físicos y astrónomos.

Consideremos ahora las consecuencias teológicas del Big Bang. Los filósofos paganos de la Antigüedad creían en la eternidad del cosmos. La Revelación bíblica, sin embargo, incluye un dato fundamental: “En el principio creó Dios el cielo y la tierra” (Génesis 1,1). Por lo tanto, el mundo creado tuvo un principio temporal. Durante la Edad Media, los escolásticos discutieron mucho sobre la eternidad del mundo. Esa discusión no versaba sobre si el mundo era eterno o no, ya que todos los teólogos cristianos aceptaban como un dato revelado que el universo no era eterno. En cambio, la discusión versaba sobre si era posible conocer la no eternidad del mundo mediante la sola razón natural, sin el auxilio de la fe sobrenatural. Por ejemplo, Santo Tomás de Aquino dio a esta cuestión una respuesta negativa, mientras que San Buenaventura le dio una respuesta afirmativa. La filosofía tomista permitía demostrar que, aunque el mundo hubiese sido eterno, igualmente habría necesitado ser creado por Dios. La creación, en el sentido tomista, no es un acto que Dios realizó únicamente al principio del tiempo, sino que es una dependencia permanente y unilateral del ser del mundo respecto de la voluntad creadora de Dios. Es importante destacar que, incluso en el marco conceptual de un universo estático, aparentemente autosuficiente, Santo Tomás, a través de las famosas “cinco vías”, demostró la existencia de Dios, la Causa Primera del ser y del devenir de todos los entes reales.

La concepción actual de un universo que ha comenzado a existir en el tiempo simplifica mucho la demostración de la existencia de Dios. Hacia el año 1100, el teólogo musulmán Al-Ghazali, retomando ideas del teólogo cristiano heterodoxo Juan Filopón, quien vivió en Alejandría en el siglo VI, propuso la siguiente demostración silogística: Todo lo que ha comenzado a existir tiene una causa. Es así que el universo ha comenzado a existir. Por lo tanto, el universo tiene una causa. Recientemente esa demostración ha sido divulgada de nuevo por el filósofo norteamericano William Lane Craig, bajo el nombre de “argumento kalam”.

En la Edad Media la demostración puramente racional de la premisa menor de ese silogismo (“el universo ha comenzado a existir”) no podía apelar a las ciencias naturales, sino que se basaba en complejos y discutibles argumentos matemáticos y filosóficos. Sin embargo, he aquí que la moderna cosmología parece servirnos la prueba en bandeja: en efecto, la teoría del Big Bang sugiere que el universo ha comenzado a existir en un instante dado, hace unos quince mil millones de años. Aunque, desde el punto de vista tomista, se insista en que la ciencia no puede proporcionar una demostración estricta de la no eternidad del mundo, es innegable que la teoría del Big Bang sugiere con mucha fuerza la idea de que el universo ha sido creado por un ser distinto de él y que ha puesto en crisis al postulado ateo de la eternidad del mundo, volviéndolo casi inconciliable con la actual imagen de un universo evolutivo, dotado de un comienzo, un desarrollo y -quizás- un final.

Esto explica el hecho de que desde hace décadas científicos no creyentes procuren denodadamente derribar la teoría del Big Bang, sosteniendo teorías alternativas, más allá de lo razonable, contra un conjunto abrumador de evidencias y argumentos.

Un buen ejemplo de esto es la teoría del “universo en estado estacionario”, propuesta en 1948 y hoy totalmente desacreditada. Esa teoría postulaba la aparición continua y espontánea de nueva materia. Fred Hoyle, uno de sus proponentes, reconoció abiertamente que esa teoría, que carecía de todo apoyo experimental, estaba motivada por el deseo de evitar las implicaciones teológicas del Big Bang.

Otro ejemplo es el “modelo oscilatorio” del universo, ampliamente divulgado por la serie de televisión “Cosmos”. Esa serie, dirigida por el astrónomo Carl Sagan, fue una obra maestra de propaganda del ateísmo. El primer programa de la serie comenzaba con esta declaración de Sagan: “El universo es todo lo que ha habido, hay o habrá”. El modelo oscilatorio postula que la expansión del universo, comenzada por la Gran Explosión, llegará en cierto momento a un máximo y luego se revertirá, produciéndose una contracción que terminará en una Gran Implosión o Big Crunch, que será seguida por otra Gran Explosión y otro ciclo de expansión y contracción, y así sucesivamente, ad infinitum. El modelo oscilatorio enfrenta gravísimos problemas. Por una parte, contradice las leyes conocidas de la física. Por otra parte, las mediciones más recientes indican que la probabilidad de que la expansión del universo continúe indefinidamente es del 95%. Es casi seguro que el universo no se contraerá. Además, los estudios muestran que la expansión del universo se está acelerando, lo cual entierra definitivamente al modelo oscilatorio.

Un tercer ejemplo lo ofrece el caso del famoso físico Stephen Hawking. Hawking y Roger Penrose demostraron matemáticamente que, en un universo gobernado por la relatividad general, la existencia de una singularidad inicial (es decir, de un comienzo) era inevitable y que es imposible pasar a través de una singularidad hacia un estado subsiguiente. Este resultado molestaba al propio Hawking, quien es ateo, por lo cual más adelante propuso un nuevo modelo matemático en el cual, gracias a la utilización de números imaginarios, la singularidad inicial desaparece. El mismo Hawking ha reconocido que ese modelo no es una descripción de la realidad, sino un artificio matemático para ocultar la singularidad inicial. ésta, sin embargo, sigue estando presente, lo cual queda de manifiesto al reconvertir las ecuaciones de Hawking, volviendo al conjunto de los números reales: al hacer esto, la singularidad reaparece.

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A pesar de esos embates casi desesperados de científicos ateos, la teoría del Big Bang hoy parece más fuerte que nunca. Hay un consenso casi unánime acerca de que la historia del mundo comenzó en un momento determinado del tiempo pasado, en un abrupto relámpago de luz y energía. Este consenso ofrece un panorama muy favorable para la “demostración religiosa”, primer paso de la apologética católica clásica.

Por falta de tiempo, aquí sólo puedo aludir a otras nuevas evidencias de la física y de la astronomía que apuntan sugestivamente hacia el Creador. Recientemente los físicos han descubierto que varias decenas de constantes físicas fundamentales tienen valores que parecen haber sido calibrados exactamente para hacer posible la vida en el universo. En efecto, una variación minúscula hacia arriba o hacia abajo de cualquiera de esas constantes produciría un desbarajuste cósmico tal, que haría imposible la vida. A esta sintonía finísima de las constantes físicas fundamentales, que sugiere fuertemente la idea de un universo diseñado para la vida, se le llama hoy “principio antrópico”. Para eludir las consecuencias teológicas del principio antrópico, los pensadores ateos se aferran cada vez más a la hipótesis de la existencia de muchos o infinitos universos, hipótesis totalmente arbitraria que contradice el principio epistemológico conocido como “la navaja de Ockham”.

Por otra parte, recientemente los astrónomos han descubierto que tanto la ubicación de la Tierra dentro de la Vía Láctea y del Sistema Solar, como los intrincados procesos geológicos y químicos de nuestro planeta revelan una serie asombrosa de coincidencias que hacen posible la existencia de la vida en la Tierra, a tal punto que sugieren también la idea de un diseño deliberado. Por eso hoy muchos científicos comienzan a revalorar la posibilidad de que la Tierra sea el único planeta habitado por seres vivos, en todo el universo.

Volvamos ahora nuestra mirada al siglo XIX, el siglo del auge del cientificismo ateo. Karl Marx, Sigmund Freud y Charles Darwin, los tres grandes padres del ateísmo contemporáneo, pretendieron adjudicar valor científico a sus respectivos sistemas. Es interesante notar que Karl Popper, el más famoso epistemólogo del siglo XX, atribuyó al marxismo, el psicoanálisis y el darwinismo el carácter de “pseudo-ciencias”, por no ser “falsables”, es decir, por ser a priori imposible su refutación empírica.

Pues bien, después de la caída del muro de Berlín en 1989 y de la disolución de la Unión Soviética en 1991, son muy pocos los que siguen creyendo que el “socialismo científico” de Marx contiene la verdadera clave de interpretación de toda la historia y ofrece el camino infalible para la construcción del paraíso en la tierra. Hoy parece claro que el marxismo, y no el cristianismo, es un “opio de los pueblos”.

En cuanto al psicoanálisis de Freud, quien consideraba a la religión como una forma de neurosis obsesiva colectiva, hoy casi ha desaparecido de las cátedras de psicología de las universidades de los Estados Unidos y de varios países de Europa. Incluso en Francia, donde la influencia del freudismo aún es grande, se publicó en 2004 “El Libro Negro del Psicoanálisis”, una muy dura y documentada crítica del valor científico y terapéutico del psicoanálisis y de la ética científica de su fundador.

Todo ello ayuda a explicar el celo intransigente, rayano en el fanatismo, con que muchos no creyentes se aferran al darwinismo, el único sustento aparente importante que resta del cientificismo ateo. No tengo tiempo de detenerme a explicarlo detalladamente, pero quiero dejar establecido que, en mi opinión, el descubrimiento de la estructura del ADN en 1953 y la subsiguiente comprensión del rol principalísimo que la información genética juega en el ámbito de la biología han puesto en crisis al neodarwinismo, la versión standard del darwinismo actual. Cálculos bastante sencillos muestran que la probabilidad de que la información del genoma de cualquier especie haya surgido por mero azar, dando lugar a un orden tan admirable, complejo y delicado como el de los organismos vivos, es tan abismalmente baja que puede ser despreciada a los efectos prácticos, dando pie a la certeza de que la vida es el producto de un diseño inteligente, en perfecta sintonía con la fe cristiana de siempre. Obviamente, esta convicción no obliga a rechazar toda forma de evolucionismo.

Como introducción a la crítica científica del darwinismo, recomiendo el sitio Dissent from Darwin, cuyo lema reza así: “Hay un disenso científico con respecto al darwinismo. Merece ser escuchado." Dicho sitio contiene una lista de más de 700 científicos que se han adherido a la siguiente declaración:

“Somos escépticos acerca de las afirmaciones de que las mutaciones aleatorias y la selección natural pueden explicar la complejidad de la vida. Debe fomentarse un cuidadoso examen de la evidencia a favor de la teoría darwinista.”

Cada firmante de esta declaración tiene un Doctorado en alguna disciplina científica o es un Médico acreditado que además es Profesor de Medicina. Las razones que motivaron esa iniciativa se explican de la siguiente manera:

“Nuevas evidencias científicas descubiertas en las décadas recientes en disciplinas tales como la cosmología, la física, la biología, la investigación de la “inteligencia artificial” y otras, han impulsado a científicos a cuestionar la selección natural, el principio fundamental del darwinismo, y a estudiar la evidencia que la sustenta de manera más detallada.

Sin embargo, los programas de televisión, las declaraciones de política educativa y los libros de texto de ciencia afirman que la teoría darwinista de la evolución explica acabadamente la complejidad de los seres vivos. Además, se le ha asegurado al público que toda la evidencia conocida respalda al darwinismo y que prácticamente todos los científicos del mundo creen en la veracidad de esa teoría.

Los científicos que se encuentran en esta lista impugnan la primera afirmación y se presentan como un testimonio viviente en contra de la segunda. Desde que el Discovery Institute lanzó esta lista en el año 2001, cientos de científicos se han ofrecido valientemente a firmar el documento.

La lista está creciendo y actualmente incluye a científicos de la Academia Nacional de Ciencias de EE.UU., las Academias Nacionales de Rusia, Hungría y Checoslovaquia, como así también de Universidades tales como Yale, Princeton, Stanford, MIT, UC Berkeley, UCLA y otras.”

El mismo sitio contiene tres documentos que presentan objeciones científicas muy importantes contra el darwinismo y contra la forma en que éste es enseñado habitualmente.

Recapitulemos. En las últimas décadas, nuestra cultura ha pasado del racionalismo de la modernidad al irracionalismo de la post-modernidad. Antes, muchos esperaban que la razón humana llegara a conocerlo todo, resolviendo todos los misterios; y que, rompiendo con todas las tradiciones irracionales del pasado (sobre todo religiosas), produjera por sí misma una nueva era de progreso indefinido, un “mundo feliz”. Pues bien, todo el siglo XX, con sus dos guerras mundiales, sus sistemas totalitarios, sus genocidios y su bomba atómica, fue un tremendo desmentido de este proyecto de la Ilustración y una prueba de su fracaso catastrófico.

Hoy generalmente se piensa que la razón humana es incapaz de conocer la verdad de lo real y que ninguna cosmovisión tiene el valor de la verdad. Todo sería relativo y la razón pasaría de un paradigma a otro por motivos básicamente subjetivos y utilitarios. Sin embargo, ante la pregunta de qué puede conocer la razón humana, entre el arrogante “todo” de la modernidad y el pesimista “nada” de la post-modernidad, se mantiene firme y válido el católico “algo”. El ser humano puede conocer con certeza algo de la realidad y, a partir de su conocimiento de las cosas de este mundo, puede llegar a conocer al Ser Absoluto y Necesario, el providentísimo Creador de todo lo visible y lo invisible.

Para concluir, quiero destacar que, pese a sus debilidades filosóficas, la obra de los principales autores del movimiento ID o Intelligent Design (Philip Johnson, Michael Behe, William Dembski, etc.) ofrece, para la apologética católica actual, un punto de apoyo mucho más adecuado que la obra de Pierre Teilhard de Chardin, con su muy especulativa y cuestionable “ley de complejidad-conciencia” y su postulado del Punto Omega, de sabor naturalista e incluso panteísta. El filósofo cristiano de hoy puede usar muchos aportes del movimiento ID para actualizar la “quinta vía” de Santo Tomás de Aquino, en fructuoso diálogo con la ciencia contemporánea y en controversia con el naturalismo predominante en el ámbito científico.

Montevideo, 4 de noviembre de 2009 Jornada Conmemorativa del 10º Aniversario de Fe y Razón.