Ciencia y ReligiónLa Iglesia Católica y la Ciencia

La Obra de la Iglesia (cultura y educación en México)
Alberto María Carreño
Tomado de: Misioneros en México, edit. JUS, 1961

Ha sido la Iglesia protectora universal de las ciencias y de las artes; y un cuando sus enemigos suelen aprovechar errores aislados de algunos de sus miembros para acusarla de retardataria y oscurantista, nadie que sea culto verdaderamente, ni sus propios enemigos, pueden sinceramente hacerle ese reproche.

Paleontólogos y geólogos, astrónomos y matemáticos, naturalistas y químicos de universal renombre, llevan ya la negra sotana del clérigo o del religioso, ya los hábitos de diversas formas y colores de los frailes pertenecientes a distintas órdenes.

Pero aquel ataque tan generalizado por los ignorantes de la Historia de la Iglesia Católica se acentúa en México en cada ocasión en que conveniencias o ambiciones políticas convierten tales ataques en medio para mantenerse en el poder, para ganar popularidad entre quienes desconocen la historia de su propio país.

México, el México actual todavía, es el resultado de la obra de cultura realizada por la Iglesia durante siglos; primero, apoyada y favorecida por las autoridades coloniales, luego atacada y desposeída de sus elementos para continuar aquella obra, por la mayoría de nuestros gobiernos.

Para darnos cuenta de esta verdad, podemos considera diversas faces de esa cultura y naturalmente comenzaremos por las escuelas; pero tendremos que examinar después la manera en que el arte en sus diversas manifestaciones se fue desarrollando, y, finalmente, tomaremos en cuenta lo que fueron sus obras de beneficencia.

Nadie hasta ahora se ha atrevido a negar la obra realizada por los primeros misioneros que llegaron al país casi al mismo tiempo que los conquistadores.

Tres miembros de la orden de los frailes menores de San Francisco: fray Juan de Tecto, fray Juan de Ayora y fray Pedro de Gante iniciaron aquella labor enorme.

Nótese que estos tres religiosos, sacerdotes los dos primeros, simple lego el último, no eran de la clase simplemente aventurera que había producido el mayor número de la conquistadores; eran hombres de estudio que en Flandes vivían con las estrecheces de su regla, pero no con las terribles incomodidades y pesadumbres que aquí habrían de encontrar y que por cierto acabaron con la vida de ambos sacerdotes, tras de haber luchado denodadamente en bien de los indios.

Refiérese por uno de los primitivos cronistas, que cuando llegó la segunda remesa de misioneros, los otros doce franciscanos, que encabezaba Fr. Martín de Valencia, se asombraron de que en la región donde aquellos laboraban, todavía hubiera idólatras, que estaban muy lejos de haber entrado definitivamente en la fe cristiana. El superior de aquellos tres que primeramente habían venido, respondió con una observación fundamental: “Nosotros hemos tenido que estudiar una teología que por completo ignoró San Agustín”.

Quería decir con ello aquel misionero, que habían tenido que luchar con el aprendizaje de las lenguas indígenas para poder darse a entender de los nativos; y sin embargo, los misioneros no dejaron medio alguno que les permitiera darse a entender de los nuevos catecúmenos, puesto que aun acudieron a la escritura jeroglífica al darse cuenta de que era el lenguaje ideográfico el que servía a nuestros indios para consignar los hechos más salientes de su vida y de su historia.

Pero no son únicamente los franciscanos los que emprenden la conquista espiritual del país; porque solo unos cuantos años más tarde viene a reforzarlos un pequeño ejército de dominicos, luego otro de agustinos; de allí a poco otro de mercedarios, luego los jesuitas, y en seguida numerosas órdenes religiosas, que, como veremos en seguida, se consagran, unas a la enseñanza de la niñez y la juventud, otras a trabajas hospitalarios.

Fray Pedro de Gante, el lego franciscano emparentado con el emperador Carlos V, establece la primera escuela en forma que existió en el continente; pero no se limita a enseñar la religión cristiana a sus nuevos discípulos, sino que en unión de otros miembros de su orden, les enseña trabajos manuales y a cantar ya pintar; es decir, que al mismo tiempo que se consagra a disipar de los indios conquistados los errores de la idolatría, que entre ellos los llevaba a los crudelísimos sacrificios humanos, pone los cimientos de su cultura artística.

Recórranse las páginas del puntualísimo cronista Bernal Díaz del Castillo, o las del célebre Dr. Y Mtro. Francisco Cervantes de Salazar, o las de los escritores de las diversas órdenes enumeradas antes, y se encontrarán menudas noticias a este respecto.

Y no se piense que esta labor se limitó a la metrópoli. Tan pronto como comenzó a haber un número suficiente de misioneros de las citadas órdenes, comenzaron también a esparcirse por el vastísimo territorio que entonces constituía la Nueva España, a pesar de las dificultades inenarrables con que tenían que luchar aquellos hombres denodados. Piénsese en un Betanzos recorriendo a pie la enorme distancia existente entre México y Guatemala; o en un Margil de Jesús la de aquí a Zacatecas y de Zacatecas a Texas; o la de un Salvatierra o de un Kino atravesando las igualmente vastas regiones del Oeste de nuestro país, hasta internarse en las Californias.

No; resueltamente desconocen la historia de su propio país los que motejan a la Iglesia de oscurantista y de opositora al progreso de México; porque basta leer los diarios escritos por todos aquellos singulares trabajadores del evangelio durante los siglos XVI, XVII y XVIII para darse cuenta de que todo son al mismo tiempo: exploradores y descubridores botánicos, zoólogos, naturalistas, en suma, a quienes debemos el conocimiento de regiones entras “jamás holladas por humana planta”.

Y, ¿qué decir de las lenguas indígenas? Los obstáculos con que hubieron de enfrentarse aquellos tres primeros franciscanos siguieron siendo, como era natural, el obstáculo más serio y más grave con que habían de tropezar en todo el territorio conquistado; y entonces con paciencia suma comenzaron a aprender las numerosísimas lenguas y dialectos; y a los misioneros debemos hoy el conocimiento lingüístico más importante que tal vez existe; porque en otras regiones del continente americano desaparecieron los indios, y con ellos sus lenguas, en tanto que en lo que es hoy la República Mexicana, se tienen gramáticas, vocabularios, etc., de la mayoría de las lenguas que hoy se hablan y aún de algunas desaparecidas.

Pero tampoco el Colegio de Tlatelolco donde se estableció la enseñanza de los niños indígenas fue la sola manifestación de cultura de la Iglesia Católica; porque el primer obispo y arzobispo de México, Fr. Juan de Zumárraga, se empeñó en acrecentar la educación, insistiendo cerca del gobierno español en la necesidad de establecer estudios superiores, esto es, la Universidad.

Nicolás Rangel, preocupado quizá por la corriente de ideas enemigas de la Iglesia entre los elementos oficiales del gobierno, obligado acaso por la necesidad, al editar la Crónica de dicha Universidad escrita por el Br. Cristóbal Bernardo de la Plaza y Jaen, aseguró que nada había tenido que ver con aquella fundación el Arzobispo Zumárraga y que todo el mérito debería ser atribuido al primer virrey D. Antonio de Mendoza.

Nicolás Rangel olvidó o voluntariamente dejó de tener en la mente el memorial escrito por Zumárraga en unión del Obispo de Tlaxcala y del Obispo de Guatemala –entonces parte inherente de la Nueva España- pidiendo la fundación de las escuelas, nombre que se daba también a la Universidad, y sobre todo el memorial exclusivo de Zumárraga, solicitando tal fundación y que el P. Mariano Cuevas publicó en su Colección de documentos.

Fueron las instancias del Arzobispo de México las que movieron antes que otra alguna el establecimiento de la primera Universidad que existió en América; pero aun cuando se le desconociera tal mérito al Prelado, basta recorrer los dos nutridos volúmenes in folio que constituyen la Crónica de aquel instituto, para ver que fueron sacerdotes católicos, frailes y clérigos, los que durante 300 años tuvieron a su cuidado la cultura superior del país.

Fue el canónigo de la Catedral de México, Dr. D. Francisco Rodríguez Santos, quien estableció el otro plantel de estudios superiores que hubo en México por trescientos años también, hasta que nuestros gobiernos le pusieron término, como aconteció con la Universidad.

Fue el primer provincial de los jesuitas en México, el P. Pedro Sánchez, quien estableció los colegios de San Pedro y San Pablo, de San Gregorio y de San Miguel, convertidos más tarde en el de San Ildefonso, cuyo edificio ocupa hoy la Universidad.

Fue la Iglesia quien estableció las primeras escuelas para niñas, al encomendar su enseñanza a religiosas, que con ahinco verdadero desempeñaron aquella noble tarea y los principales colegios y las principales escuelas femeninas así crecieron y se desarrollaron en México.

En un antiguo colegio de mujeres sostenido por la Iglesia, se estableció por muchos años la cárcel municipal, derribada hace poco para construir un centro escolar oficial; en un antiguo colegio para señoritas se estableció más tarde, al despojar a las religiosas de su propiedad, como en el caso anterior, el “Palacio de Justicia”, en donde todavía hoy están los tribunales del Distrito Federal.

Por de contado, que fue en su mayor parte la obra del misionero católico la que acabó con los sacrificios humanos en esta región del continente, y esto solo bastaría para entonar justos loores a la Iglesia Católica en México; pero es indiscutible que fueron miembros de esta misma Iglesia, obispos o simples religiosos, seculares o regulares, quienes introdujeron en el país la mayor parte de aquellas plantas que por sus frutos directos o indirectos habrían de constituir la riqueza y el bienestar no sólo de México, sino de otros países, como los Estados Unidos, Guatemala y los demás de Centroamérica.

Ellos fueron también los introductores de animales domésticos que ora por la ayuda que habrían de prestar como elementos de tiro o de carga, que libertarían de estas rudas faenas a los indios que antes las realizaban, ora por los productos que de ellos se obtendrían, habrían de ser otro factor importantísimo de civilización y de bienestar.

Y porque no parezca que todo lo dicho se ha asentado a humo de pajas, bastará reproducir una de las varias instancias del primer Obispo de México, Fr. Juan de Zumárraga, que revelan los anhelos de los prelados de la Iglesia en bien del país, cosa que ignoran o a sabiendas niegan los enemigos de ésta:

“En esta tierra”-escribía Zumárraga.- “siembran, cogen, hilan y labran algodón en abundancia, no sin mucha dificultad, porque para lo tejer les falta el arte principal y aparejos… pues si éstos tuviesen lino y cáñamo y manera de perfecionallo y labrallo, ellos y los españoles serían ricos, y enriquecerían a los indios porque venderían para llevar a Castilla lienzos, cañamazos, angeos, colonas para navíos, etc., y por tanto sería menester proveer que venga de Castilla mucha semilla de lino regantío y vaxal y cáñamo y personas que introduzgan y enseñen el arte de sembrallo y perfecionallo y tejello entre los indios y maestros para labrallo.

Asimismo, que el Consejo mandase a los oficiales de la contratación de Sevilla, que con toda planta de todo género de árboles y vidueños que plantasen encinas y medias pipas y zumaque, y que se lo hagan traer hasta la Veracruz proveído de agua, de manera que no se les perdiese ni secase por la mar… y esta manera a otra no se teniendo, tarde entrará la agricultura en la tierra… y lo que los indios serían dello aprovechados y consolados no se puede decir ligeramente, y sería manera de trato, pues no de una sola arte y manera han todos de vivir.” (García Icazbalceta Joaquín, Don Fray Juan de Zumárraga, apéndice, p. 111).

Y no fue esta la única instancia del obispo, ni fue Zumárraga el único prelado que solicitó tal ayuda al gobierno de España, a favor de los indios; que son muy numerosos los empeños a este respecto, y es y debe ser inolvidable, la célebre carta del primer obispo de Tlaxcala, Fr. Julián Garcés, en que demostró que la mentalidad de los indios era, cuando menos, tan alta como la de sus conquistadores, logrando por este medio y por las instancias directas de Fr. Domingo de Minaya, que el Sumo Pontífice hiciera la declaración que puso al indio, a este respecto, en igual pie que a los españoles y demás gente europea.

Se ha pretendido por los enemigos de la Iglesia, que si es verdad que los primeros misioneros realizaron admirable obra de cultura para el país y de bienestar para los indios, esto desapareció poco después, cuando la Iglesia comenzó a declinar en su obra civilizadora; pero esto es falso también. Si el P. Kino se aventura en las agrestes regiones que son hoy los estados de Sinaloa y de Sonora, los P. Salvatierra y Pícolo se consagran a la conquista espiritual de la California.

Estos tres, que con muchos otros dispersos en aquellas salvajes regiones, se dedican a reducir a vida social a los indios, son miembros de la Compañía de Jesús, que serán, más tarde en el siglo XVIII, sustituidos por franciscanos y dominicos. Y en la región norte y noreste de la Nueva España y que hoy forma el sur de Estados Unidos, igual tarea realizan abnegadamente el franciscano fray Miguel de Toncuberta, que muere en aquellas desoladas regiones, y fray Francisco de Jesús María y fray Antonio Bordoy, a quienes siguen más tarde muchos otros que han alcanzado renombre imperecedero, como fray Antonio Margil de Jesús y fray Júnípero Serra. Todo cuanto constituye la parte norte de México, todo lo que forma el sur del país vecino, fue llevada a la civilización por aquellos misioneros en los siglos XVII y XVIII, en medio de tribulaciones y de padecimiento que juzgaría uno fantásticos, si no tuviera a la vista los documentos coetáneos que se conservan en el Archivo General de la Nación en la ciudad de México.

Y lo que hicieron franciscanos, dominicos y jesuitas en estas regiones, lo hicieron las dos primeras órdenes, y los agustinos con ellos en el resto del país, aun cuando las dos primeras órdenes, avanzaron resueltamente hacia el sur, dejando en Guatemala, donde fray Bartolomé de las Casas continuó la obra iniciada por fray Domingo de Betanzos, en el Salvador, en Nicaragua, en toda la América Central, que entonces se hallaba bajo el dominio de la Nueva España, recuerdos imborrables de su caridad y de su civilizador entusiasmo en bien de los indios.

Las crónicas de Mendieta y de Torquemada, de Dávila Padilla y de Remesal, de Grijalva y de Escobar, de Pérez de Rivas y de Clavijero, entre las más conocidas, y numerosísimas otras escritas durante aquellos días en forma sencilla, pero admirable; así como los numerosos volúmenes inéditos aún, que se conservan en el citado Archivo General de la Nación, o que al ser saqueados en diversas luchas, la Iglesia, los conventos de México, han ido a parar a diversas bibliotecas que los han comprado, entre ellas la de Austin, Texas, son el testimonio irrefutable de la extraordinaria labor de misericordia, de civilización y de cultura realizada por la Iglesia, cuando tuvo libertad para ello. Y mucho ha realizado todavía, aún en medio de la persecución de que ha venido siendo objeto por gobiernos enemigos suyos.